Nuestros monstruos corren un grave peligro de desaparecer porque la gente ya no los conoce, ni sabe cómo se llaman, ni qué forma tienen, ni dónde viven, ni cuáles son sus costumbres, ni cómo se convive con ellos. Aunque los miedos que los hicieron nacer siguen ahí, acechando y llenándonos de emociones que ya no sabemos nombrar, ni por qué se han producido, ni cómo vivir con ellas.
Nos quitan los monstruos de los cuentos y nos dejan solos con nuestros miedos, que ni siquiera podemos reconocer porque casi se nos está obligando a ser felices o a que, por lo menos, no se note que a ratos no lo somos. Tenemos la obligación de callar nuestros miedos, de no hablar de nuestros monstruos, porque hablar de ellos no resulta bonito, no queda bien, no es correcto, porque parece que si los callamos, si no les damos nombre ni forma, de algún modo dejarán de existir y podremos librarnos de ellos.
Pero la ocultación no funciona. Los monstruos se las apañan para mostrarse por los resquicios más ínfimos, aquellos que ni siquiera sabemos que tenemos... De hecho, la palabra 'monstruo' viene del latín monstruum y significa: 'que excede a lo natural, prodigio, maravilla, raro, singular'; a su vez monstruum procede del verbo monstro, que significa 'mostrar, enseñar, advertir, aconsejar'. Monstruo es, pues, lo que se muestra y nos muestra lo que no queremos ver de nosotros, quizá por ello no queremos que aparezcan, no vaya a ser que nos delaten, no vaya a ser que todo el mundo vea que no somos perfectos, que en algún rincón oscuro de dentro de nosotros hay un ser que se deja dominar por la ira, que devora todo lo que se interpone en su camino, que algunas noches se vuelve una bestia, que se comporta de forma caprichosa, que seduce sin reparar en las consecuencias, un ser indómito que se escapa al control, a la norma, un ser prodigioso, maravilloso, raro, singular.
Además, estos monstruos que están desapareciendo son los monstruos de nuestra tradición oral, los monstruos que habitaron nuestras cuevas, que cantaban junto a una fuente o a la orilla del río, que se bañaron en nuestros mares, que surcaron nuestros cielos, que se ocultaban en nuestros desvanes o hacían diabluras en nuestras cocinas. Desaparecen nuestros monstruos. Desaparecen sustituidos por los monstruos
fabricados por multinacionales del ocio y del consumo, monstruos de pacotilla que ya nada tienen que ver con nosotros ni con nuestra forma de imaginar, de dar imagen y nombre a lo que necesitamos entender para poder hablar de ello, para poder relatarlo, para poder vivir con ello.
'Los monstruos no existen', se cansan de decirnos y de repetirnos. ¿Tampoco existe ese miedo a que te devoren, a que no te dejen ser, encarnado en la Zarrampla o en tantos y tantos ogros dispersos por el mundo? ¿Y el miedo a que te aplasten esos seres gigantescos, tan grandes que lo ocupan todo? ¿Y el miedo a las tormentas que sobre todo tiene la gente del campo, porque destruye las cosechas que son su alimento? ¿Y el miedo a que te dejen sin fuerzas ni ganas de vivir, a que se aprovechen de tu vitalidad, de tu sangre? ¿Y el miedo al extranjero, al que no pertenece a la comunidad y por tanto puede ser un peligro, a los que nos pueden quitar el trabajo o llevarse a los niños, a esos hombres del saco que deambulan por nuestras calles llevando todas sus pertenencias en sacos, en una mochila o en una maleta, y que, como no tienen nada que perder, inspiran temor a que nos quiten lo nuestro?
Que no nos digan que no debemos tener miedo, que son tonterías, porque a veces sí lo tenemos, y cuando
sentimos miedo la única forma de que no nos aplaste, de que no nos consuma, es reconocerlo, nombrarlo, saber cómo es y cómo se comporta, qué le dio origen en nuestra vida. Sólo así se reducen sus dimensiones, se achica para que pueda caber y convivir en nosotros. Sólo conociéndolo bien podemos hacer algo para que se vaya o para que, si no somos capaces de que se vaya, si se queda, no moleste. Que no nos digan que no existe porque nosotros, todos, lo sentimos. El miedo más terrorífico es el miedo al miedo, a eso que no podemos nombrar, y lo que hace más daño es la culpa y la vergüenza de estar sintiendo algo que no deberíamos sentir...
(continuará...)